Son educadores de los hijos toda la familia, los abuelos, también los hermanos. Pero sobre todo los padres, los dos: la pareja, padre y madre. No uno sólo, ni cada uno por su lado, con opiniones y criterios contradictorios, sino los dos conjuntamente. Debe haber entre ellos un diálogo y una cuidadosa cooperación en la educación dirigida al bien de los hijos.
Su labor se extiende, naturalmente, a todas las formas de crecimiento: físico, intelectual, moral, psico-afectivo, etc.
Los padres participan del descubrimiento de la identidad personal de los hijos, pues deben acompañarles y orientales en ese camino y no proyectar sus propios deseos o someterles a una particular forma de programación personal, haciendo de los hijos aquello que ellos no pudieron ser en el pasado. Los padres deben saber que son únicos, irrepetibles e irremplazables. Los hijos son por lo cual un don y no una elección propia, los padres han de protegerles, y valorarles asumiendo una misión.
Por otro lado es muy distinto contemplar el oficio de ser padres por separado. La paternidad y maternidad son complementarias, no opuestas. Lo mismo biológicamente que psíquicamente ninguna es autosuficiente. Sin el concurso de parte masculina y femenina no se constituye un nuevo ser, y en el plano psicológico ocurre algo parecido: se necesita la acción de los dos, padre y madre, para que el hijo crezca y se desarrolle de manera plena y armónica. Para ello es preciso que el padre actúe como varón, es decir, masculinamente y que la madre lo haga como mujer, es decir, femeninamente.